El hombre que mira es una película (el título original es “L’uomo che guarda”) rodada en 1993 por el erotómano Tinto Brass, que hace pocos días cumplió 80 años y cuyo principal éxito fue “Calígula”, con Malcolm McDowell, Peter O’Toole, John Gielgud y Helen Mirren.
L’uomo che guarda
Pero en esta ocasión escribo sobre otro hombre que mira, que tiene un tinte menos erótico y que, al principio al menos, me resultaba más bien inquietante. Está en una terraza, más bien sentado en el alféizar como un suicida sin convencimiento, y siempre está mirando lo que transcurre por su calle. Está siempre, pero cuando se dice siempre, quiere decir siempre. Con sol, lluvia, frío, calor, y con la prima de riesgo por las nubes o bajando.
Tiene su puesto de observación en la Calle Teucro, del Barrio de la Concepción, en Cartagena. Cuando lo vi la primera vez, como dije, me dio un poco de repelús. ¿Qué hace ese tipo ahí mirando fijamente? Y sobre todo ¿quién lo ha colocado allí? ¿con qué fin? Qué corazón tan duro el tenerlo ahí siempre de forma inclemente, sin poder levantarse a hacer un pis, o fumarse un pitillito. Aunque esto último puede hacerlo libremente ya que está en un exterior total.
El hombre de la calle Teucro
Después vi que el corazón de su patrono no era tan despiadado como yo pensaba cuando en los días crudos del invierno, el hombre que mira tenía puestos unos calcetines, e incluso una bufanda. En aquella ocasión no pude tomarle fotos por no llevar la cámara en ristre. Llegó la Navidad y el hombre que mira tenía puesto un gorrito de Papá Noel. Pensé que le quedaba mucho menos ridículo que a las cajeras de los supermercados. Además hacía las veces del gordinflón de rojo que adorna las casas en tiempo de adviento con mucho más estilo que esos otros papanoeles que cuelgan de ventanas y balcones, tan tristes por haber sido ahorcados sin juicio previo y sin tener ellos la culpa de las modas que sacan en occidente y replican luego los chinos.
Como la calle de Alcalá, viendo pasar el tiempo.
Como a todo se acostumbra uno, he ido cogiéndole familiaridad al hombre que mira. El otro día me sorprendí a mí mismo saludándole con la mano al pasar y me dije luego que estoy peor de lo que yo creía. Peor incluso que el que puso al hombre que mira al borde del suicidio.