“Vas a morir arrastrao, como El Chipé” o “Te has de ver como el Chipé” es una frase recurrente en Cartagena, para advertir a alguien de que se conduce por mal camino. Pero El Chipé no murió “arrastrao”, sino de un disparo en la cabeza. Arrastrarlo sí que lo arrastraron, después. Y mucho más que arrastrarlo. Pero empecemos por el principio.
Juan Vicente Fernández, alias El Chipé, no era cartagenero, ni falta que hacía, pero está ligado por siempre a la historia de Cartagena y por eso se recoge en esta sección del blog: Cartageneros y Cartagenericos.
Nació en Alhama de Murcia en 1903, era gitano, de constitución física débil, era el cuarto de cinco hermanos y en 1918 ya vivía, con el resto de su familia en Cartagena, en la Plaza de los Carros, hoy Plaza Alcolea. Su padre se dedicaba al esquilado y trata de ganado. Al parecer, el padre, José Vicente, se tenía a sí mismo en buena estima como esquilador, ya que cada vez que pelaba algún animal solía decir que le había quedado “chipé”, una derivación de chipén, que en caló significa estupendo, magnífico, bien hecho. El apodo o mote que tuvo el padre se hizo extensivo a toda la familia, como era habitual en aquella época, y todos fueron los chipés.
Juan el Chipé, además de dedicarse al ganado como el resto de la saga familiar, también era proxeneta en el barrio de El Molinete y matón al servicio de la gente poderosa de la ciudad. Ya tenía algunas muertes y palizas a sus espaldas cuando se produjeron los acontecimientos que culminaron con su asesinato, el 19 de Julio de 1936.

En febrero de aquel año el Frente Popular ganó las elecciones y El Chipé estuvo muy activo durante la campaña electoral, amenazando y propinando palizas a los simpatizantes de izquierda. En julio la derecha respondió con el golpe de estado que desembocó en la guerra civil.
Al día siguiente de la asonada, el 19 de Julio, las noticias eran confusas. El Chipé se fue a un bar del Molinete a celebrar el avance de los fascistas. Dos militantes socialistas fueron en su búsqueda para castigarle por su apoyo al golpe y resultaron malheridos por la navaja del Chipé en la refriega que se originó. También él resultó conmocionado por un golpe en la cabeza que alguien le propinó y, finalmente, fue arrestado por la Guardia de Asalto (la policía) y trasladado a la comisaría que había en la Subida de San Diego.
Cuando se supo que El Chipé estaba detenido se fue agolpando en la puerta una multitud que quería lincharlo. Al no serles entregado por la policía, se dirigieron al alcalde, César Serrano, con la misma petición, y este también se negó. Dado el cariz que iba tomando el asunto, el alcalde le encargó a un concejal, Martínez Norte, que fuese con un coche celular a comisaría, recogiese al Chipé y lo llevase a la cárcel de San Antón. A duras penas consiguieron introducirlo en el coche, pero de lo que no había forma era conseguir que vehículo avanzase, rodeado como estaba por una multitud de energúmenos que golpeaban y zarandeaban, a punto de volcar el coche celular.
Según palabras del propio Martínez Norte, le dijo al Chipé que “le iba a hacer un favor” y a continuación le disparó un tiro en la cabeza, matándolo instantáneamente. Luego abrieron la puerta del coche y dejaron caer el cuerpo. Al ver al Chipé muerto, la mayoría de aquella gente dio por terminadas sus ansias “justicieras”. Pero era tanto el rencor acumulado por las fechorías del Chipé, tantas las ansias de venganza por los acontecimientos que se estaban viviendo políticamente y es siempre tan cobarde y sanguinaria la masa que hubo algunos, unos 300 dicen, que no tuvieron bastante. Fueron 300, como los famosos espartanos de Leónidas en las Termópilas, pero poco tenían que ver con aquellos. Entonces fue cuando empezó el “arrastre” del Chipé.
Le ataron una cuerda al cuello y fueron arrastrándolo por el actual Paseo de Alfonso XIII, Plaza de España, calle Carmen, Puertas de Murcia, calle Mayor, Plaza del Ayuntamiento, y al llegar al muelle lo sumergieron en aguas del puerto, atado a la cuerda como iba. Después lo colgaron en la fachada de un establecimiento del Muelle.
Cuando lo descolgaron, decidieron atarle entonces por los pies y que fuese la cabeza la que rebotara por el suelo. Continuó el recorrido por el Paseo del Muelle, Cuesta del Batel y Plaza Bastarreche. Allí se le ocurrió a alguien empaparlo de gasolina y prenderle fuego pero, como estaba mojado del agua del puerto, no ardía bien. Se había acabado el espectáculo, las bestias habían aplacado temporalmente su sed de sangre y allí quedó el cuerpo del Chipé, convertido en un guiñapo, hasta que fue recogido al día siguiente.
Hasta aquí, la parte pública de esta historia sobre El Chipé en mi blog. Es una historia resumida; las hay más completas y mejor documentadas en diferentes puntos de la red. Me permito recomendar esta de Pedro María Egea Bruno.
Y la parte privada de la historia es la que afecta, aunque muy tangencialmente, a mi abuelo y mi padre. El primero, Enrique el Matachín, tuvo alguna relación con El Chipé referente a compra de ganado. En una de aquellas ocasiones el objeto de la compra fue un pequeño burro para que tirase de una tartana o carro que iba a manejar mi padre, que entonces era un chaval.
Mi padre me contaba que hizo con El Chipé un pequeño trayecto, en la tartana, desde la Algameca hasta Cartagena y viceversa para instruirle en el manejo del burrito. Le explicaba el matón que era un buen animal (me refiero ahora al burro) pero que, para no estropearlo, nunca le golpease o fustigase “a traición”. Es decir, que antes de utilizar el látigo, primero le advirtiese llamándole por su nombre –el cual no recuerdo- y luego asestase el golpe. Me contaba mi padre que así lo hizo siempre y que cuando lo llamaba, empinaba las orejas y se preparaba para lo que venía después, aunque nunca era nada violento, sino un simple y ligero aviso de que reavivase la marcha. Siguiendo las instrucciones del Chipé, aquel burro sirvió mucho tiempo a mi padre con total satisfacción.