Enrique el Matachín

Mi abuelo Enrique se llamaba José, mira tú.

Cuando nació, el que lo llevó a cristianar, como se hacía por aquellos tiempos oscuros, fue su padrino, que debía ser un cachondo y algo más. Cuando volvió de aquel menester dijo que, como no le gustaba José, que era lo que querían los padres, lo había inscrito como Enrique.

Ya digo que sería un cachondo porque, en realidad, en los papeles lo apuntaron como José, pero ni la familia lo supo, sólo el padrino. Y en aquella época -nació en 1.880- en que casi nadie sabía leer o escribir, ni falta que les hacía para su rutinaria y mísera vida, que la imagino como la de la película Los Santos Inocentes, el caso es que fue Enrique para todo el mundo hasta que, ya mayorcito, se supo el nombre real.

José Martín «Enrique El Matachín»

Pero a aquellas alturas, la costumbre había hecho que fuese Enrique y Enrique le siguieron llamando hasta el fin de sus días.

Ya adolescente o adulto, Enrique comenzó a ganarse la vida como mejor podía; y fue albañil, y panadero, y cantinero, puesto que tuvo una cantina, que era una simple barraca, en La Algameca.

Además fue matachín, una profesión que nunca dejó y que ejercició de forma intermitente y combinándola con las otras. De hecho, cuando todo el mundo tenía apodo, mi abuelo era conocido en Cartagena como «Enrique, el Matachín».

No tenía un negocio propio sino que iba «a matar» para otros (solo escribirlo me da repelús la expresión). En aquellos tiempos, en que las leyes y las condiciones sanitarias eran las que eran, las carnicerías mataban sus propios animales, criados por ellos o comprados, y hacían sus embutidos: morcillas, chorizos, morcones, blancos y demás.

Como no todo el mundo tiene estómago para matar, había carnicerías que contrataban a matachines o matarifes para esa tarea. Mi abuelo era uno de ellos. Mi abuelo tenía mucho estómago. Trabajó para carcinería de la Serreta, de la calle del Duque y de la calle Jara, especialmente para una carnicería muy importante entonces, llamada «La Granja».

Tenía tanto estómago que, cuando la ocasión así lo requirió, se saltó la ley e hizo de matutero, o sea contrabandista a pequeña escala, pasando el «matute»: fardos con aceite, alcohol, e incluso sal, recogidos en la costa para introducirlos a sus destinatarios que eran los comerciantes que así los comprarían más baratos.

No era cosa baladí aquella. Había policía, claro, carabineros era como se llamaban entonces porque el arma que portaban eran carabinas, que a veces los perseguían de noche por los descampados donde hacían sus correrías, y en ocasiones a tiro limpio.

Tengo varias anécdotas sobre él y sobre aquellas aventuras, unas contadas por él mismo, otras por mi padre y otra, que me la contó a mí, personalmente, un carabinero que se las vio con él y es la única que voy a narrar, como ejemplo, para que se vea que mi abuelo era un tipo duro, muy duro.

Los matuteros llevaban unos correajes o arnés a la espalda donde cargaban los sacos para portearlos, sacos muy pesados, naturalmente. A veces tenían que avanzar arrastrándose por el suelo para no ser vistos, con los sacos a la espalda, como caracoles. En una ocasión, de noche por supuesto, mi abuelo se detuvo a descansar un poco y recobrar el aliento, echando un pitillo, cuando ya había pasado la zona peligrosa controlada por los carabineros y se creía a salvo.

Pero no era así. Un carabinero (el que me contó la historia a mí) lo había visto y, dando un rodeo, fue acercándose con sigilo por su espalda. Una vez allí, sin hacer ruido, levantó la carabina y disparó desde su espalda y por encima del hombro de Enrique. Aquello, en la noche, sonó como un estampido brutal y una persona normal se habría espantado, asustado, habría brincado… algo habría hecho. Mi abuelo, lo que hizo fue volverse tranquilamente hacia el carabinero y decirle, en tono muy cartagenero: «Joer, también eres tú delicao…»  El espantado fue el carabinero ante aquella sangre fría, como así me lo dijo.

También me dijo que cuando lo requisó el matute también le quiso requisar el arnés, pero eso le dijo mi abuelo que no, que lo necesitaba para ir a por otro saco de aceite. Y se lo quedó. Me imagino que no era muy aconsejable entrar en discusiones con mi abuelo. Que, por cierto, siempre llevaba una navaja de dimensiones que hoy no serían legales.

Mi abuelo Enrique también tuvo algún trato con el famoso Chipé, concretamente le compró una pequeña yegua, aunque creo que eso ya lo conté en otro lugar de mi blog.

Enrique el Marachín fue un culo de mal asiento en cuanto a residencia, aunque siempre en Cartagena, eso sí. Sé que vivió en la calle del Alto, en La Algameca, donde tenía la cantina, en la calle Casado del Barrio de Peral, en la Vereda de San Félix y finalmente, de nuevo en el Barrio de Peral, en la calle de La Pajarita Interior, que fue la última etapa de su vida, en la que yo conviví con él, y donde murió finalmente, a los ochenta y tantos años.

Mi abuelo, como dije anteriormente, fue un hombre muy duro. Yo no diría que fue una buena persona, no tengo motivos para pensarlo, pese a que fuese mi abuelo y a mí, como era el más pequeño de los nietos, parecía tratarme con cierta dulzura, si es que puede decirse así a tener momentos más suaves envueltos en un trato hosco y duro.

Él era ya muy viejo y yo pequeño y mis recuerdos son vagos, borrosos, y en blanco y negro, claro. Recuerdo tres o cuatro cosas de mi vida con él, por ejemplo que me enseñó a leer la hora en el reloj; para ello utilizó un viejo reloj de bolsillo con cadena, que aún conservo, sin agujas y sin cristal, y sin ningún valor económico pero mucho sentimental.

También recuerdo que uno de sus puntos flacos eran las piernas y las rodillas y ya de viejo le costaba andar y levantarse, por lo que cuando se sentaba en una sillita al sol luego me llamaba para que le ayudase a ponerse en pie.

Y recuerdo, eso sí vivamente, cuando enfermaba de los ojos y, para curarlos, yo le escurría medio limón en cada ojo. No cerraba los ojos cuando el jugo caía en ellos, los mantenía abiertos todo el tiempo, sin pestañear. Aquello me impresionaba y me sigue impresionando.

Alguna vez, al recordarlo, he intentado hacer algo parecido y… menuda risa en cuanto me ha caído una gota dentro. Lo repito por última vez (lo prometo): mi abuelo era un tipo muy, muy, muy duro.

Mi abuelo y yo

Yo me llamo José por él. Aunque, el muy bribón, quería me pusieran José Enrique, reuniendo su nombre y su falso nombre. Pero no, tenía otro abuelo al que rendir homenaje, Francisco, y por eso mi nombre es José Francisco.

Anecdóticamente, a mi abuelo Francisco lo llamaban Ruperto. Habría estado chocante que me hubiesen puesto Enrique Ruperto. Y en cuanto a mi otro abuelo, que no fue tan famoso como Enrique, he de decir que era lo opuesto a él; era comerciante, tendero de ultramarinos, y lo que se dice una «persona de orden», miembro de los Hijos de María, de misa dominical etc.

Así de contradictorio he salido yo. Y creo que, si me están viendo desde alguna parte, ninguno de los dos estará muy satisfecho de mí. A Francisco no le gustarán mis ideas agnósticas, seguro. Pero el que más enfadado estará conmigo será Enrique el Matachín, porque que su nieto sea vegetariano, animalista, antitaurino… lo debe estar llevando muy mal.

Pero eso es lo que hay, abu.

 

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