Cartagena, esas ciudad maravillosa donde nací tiene muchas cosas ventajas y algún inconveniente.
El mayor de estos, a mi entender, es que no tiene agua. Ni un río, ni una fuente. ni un regato… ná de ná. Sólo alguna rambla seca que, cuando dice de llover, que es de higos a brevas, lo hace a lo bestia y se lleva lo que sea por delante. Antes eran riadas, luego gotas frías y ahora DANAS, pero es siempre lo mismo: una bestialidad de agua en un minuto que acaba con vidas y haciendas.
El gua, tradicionalmente, se suministraba en Cartagena a base de aguadores. Ya fuese personas con cántaros a los hombros, carros con mulas, o camiones con cubas cuando la cosa se motorizó.
El agua hacía falta tanto en la ciudad como en su campo, claro. Y la gente, a veces, se movilizaba reclamando agua. Por ejemplo, el 1 de septiembre de 1931 se organizó «El Día de la Sed», y el personal se echó a la calle pidiendo agua.
Si hubiera que hacerlo hoy, nos estrellaríamos. Nos limitaríamos a escribir unos tuits durísimos que serían trending topic unas horas y luego, otra vez a ver fútbol o el rerality de turno.

El agua llegó a Cartagena (no a su campo en general) en 1945 gracias a aquel malo malísimo que fue el Almirante Bastarreche. Y, por malo, se le quitó el monumento y la plaza a su nombre.
Pero, volviendo a la ciudad, yo que soy muy de preguntarme cosas a mí mismo, me digo: Con la cantidad de acueductos que hicieron los romanos por toda Hispania y por todos los contornos del Mare Nostrum ¿tanto les habría costado hacer un acueducto en Cartagena? Supongo que lo dejarían para más adelante, porque tenían cosas más importantes que hacer, y luego ya llegaron los godos y se jodió la cosa.

Esto de prometer cosas a los cartageneros y luego reírse en sus morros viene, por lo menos, de los romanos.

